sábado, 30 de noviembre de 2013

Ruralismo Vacacional Incontralado: la amenaza sistémica del Síndrome Labordeta.


Un nuevo y pernicioso fenómeno estival se extiende amenazador por tierras castellanas, dehesas extremeñas, el Páramo leones o el Maestrazgo turolense; surca caminos rurales, antiguas cañadas reales, vaguadas y regatos. Hasta Sanabria, la Alcarria, las Bárdenas o el Alto Campoo llega su estela. Ni las apartadas Sierras de la Cabrera o los Ancares, la Urdes, la Sierra de Segura  o las hoces del Duratón se libran de su influjo. Se llenan pueblos y aldeas del interior y se vacían las hasta ayer congestionadas playas de la costa. Es lo que los gurús en tendencias llaman con cierta sofisticación "neorruralismo estival incontrolado". En cristiano: "que en agosto nos vamos pal pueblo y a la playita que le den.." ¿ Es esta atrabiliaria moda una versión remozada del castizo "Menosprecio de corte y alabanza de aldea", que ya hacía furor en nuestro siglo de oro? Me barrunto que es algo más serio y que empieza a cobrar tintes de auténtica epidemia. Y lo peor es que amenaza con poner la puntilla a nuestro lucrativo modelo vacacional basado en lujosos beach resorts, campos de golf, puertos deportivos, gasto y consumo a gran escala, reestructuración, que no destrucción, de la costa y pingües beneficios, ...para algunos.
Tras los daños ocasionados por los devaneos senderistas y garbeístas al modelo de negocio turístico social y económicamente establecido, nos llega este éxodo masivo de veraneantes al pueblo que, de no tomar medidas contundentes, acabará por destruir , no ya el propio sector, sino nuestro mismo sistema de valores basado en el consumo y la economía de mercado. Es lo que yo llamaría síndrome Labordeta: el infortunado cruce de cepas víricas caminantes, ADN aldeano, botijo, cecina de León  y una jotica de Huesca.  Ruina, caos y abajo el chiringuito.  Ce n'est pas une revolte, Sire. C'est une revolution !
Y es que fue en parte instigado por estos caminantes de medio pelo, portadores de trasnochadas inflitraciones antiglobalización, y en parte azuzado por la pertinaz crisis que las mismas ínfulas caminantes de la internacional senderista provocaron. ¿Y qué podemos hacer además de observar atónonitos la expansión de esta destructiva pandemia?
En un principio trató de encauzarse el asunto, con lo que vino a llamarse turismo rural. Fomentados por comunidades autónomas, fondos europeos y ayuntamientos, establecimientos monísimos, llenos de impostado tipispo y estratégicamente situados, brotaron como setas por toda la geografía española. Raramente llegaron a mantener índices de ocupación aceptables, salvo algún que otro pico estacional motivado por un coyuntural puente festivo. A la postre contribuyeron sin pretenderlo, a la crítica situación en que nos hallamos. Urbanitas ya contaminados por el virus garbeísta, llegaron, vieron, caminaron, pagaron y tomaron nota de otras posibilidades. La crisis, el desempleo, los altos precios en algunos casos, hicieron el resto. El resultado es que en plena calima de agosto, numerosos pueblos en Castilla, Aragón, Navarra o la misma Coponia murciana se hallan atestados de furibundos ruralistas vacacionales que hacen oídos sordos a los cantos de sirena del consumismo estival,  al tiempo que modernos complejos hoteleros en la costa, ven seriamente mermados sus ingresos. Ciertamente, el apreciable aumento de turistas foráneos no parece compensar la sustancial merma de veraneantes patrios. Pero qué tienen los pueblos del interior para haber provocado tamaño vuelco en las preferencias vacacionales del aborigen hispano.
Resultan enormemente inquietantes los informes que diversos agentes, enviados por la Administración y la patronal del sector, nos envían desde distintos puntos del interior peninsular.
En primer lugar,  aducen estos sujetos, uno no se gasta un duro. Los hay que con la excusa de visitar a los abuelos que quedaron en la Carballeda o las Merindades, se plantan allí todo el mes y no pagan ni el vino. Los solícitos abuelos les abren gustosos las puertas de su antiguo caserón rural, ahora equipado con wi-fi y piscina, les ceden sus mejores alcobas y los agasajan con sabrosos tomates o calabacines de sus huertas;  y hasta les compran el orujo, el queso o el chorizo que amorosamente fabrica un simpático lugareño. Si hasta guardan las antiguas bicicletas y juguetes que ahoran disfrutan los nietos.
El climax, aducen los secuaces del rurarismo estival, viene con las fiestas patronales. Curas y alcaldes rurales se confabulan para ofrecer lo mejor a los fanatizados visitantes, algunos añadirían descarados. Verbenas y festejos gratuitos hacen las delicias de estos caraduras, por no nombrar las simpáticas actividades para los niños, con monitores a cargo del erario municipal. Los obispados implicados ya han sido advertidos a fin de que moderen tanta actividad festivo patronal, tanta romería y tanto juego floral, pero ven imposible refrenar el ímpetu pastoral de sus parrocos, que rebrota ante la inusitada afluencia de nuevos feligreses. Para colmo, muchos pueblos usaron las perricas del tan denostado plan Ê, para construir bonitas piscinas fluviales junto a sus regatos, lagunas o en las múltiples colas de los antiguos pantanos. Si hasta en esto la culpa va a ser de Zapatero y la herencia recibida. No pasen por alto el apellido del expresidente de más que dudoso origen converso. Los gentilicios y apellidos que hacen referencia al oficio familiar nunca fueron de cristianos viejos, y en este caso, los zapatos tienen además sospechosas connotaciones caminantes.  Afirman algunos de los más fanatizados prosélitos neorruralistas que el ambiente de esas playitas fluviales y lacustres les recuerda el de su infancia. Si hasta traen camiones de fina arena para que los niños hagan castillos y los adultos claven su ridícula sombrillita años 60. No están saturadas, aduce un informador infiltrado en Villardeciervos, porque a pesar de la masiva afluencia de urbanitas, se encuentra una cada pocos kilómetros. No hay que pagar tumbonas y el alquiler de un patín o piragua cuesta lo que en Torrevieja  un botellín de agua. Una vez en el pueblo, caída la tarde, el espectáculo es bien preocupante. Tomamos como referencia San Pedro de Ceque, pequeño pueblo por los zamoranos valles de Benavente, entre el valle del Tera y el de Vidriales. Terracitas llenas de gente, pero sin agobios, cortos de cerveza a 70 céntimos que incluyen sabrosas tapas de gastronomía rural: crestas de gallo, morro; cubatas a 2€ que se degustan bajo un hermoso Castaño de Indias o un frondoso olmo. Los niños campan a sus anchas por la plaza sin tráfico hasta altas horas de la noche, o juegan en las antiguas eras de cereal, ahora convertidas en cuidados parques infantiles con todo tipo de balancines, donde no falta el "yayogym" para que los abuelos les echen un vistazo al tiempo que cuidan su colesterol. Es raro el día que no hay una paella, parrillada o caldereta por el morrete  en alguno de los pueblos de la zona. Los financian  asociaciones de cazadores u otros beneficiados por el aprovechamiento de montes, bienes comunes u otros resabios de comunalismo medieval. El gobierno ha tratado, hasta ahora en vano, de privar a los pueblos de esos tradicionales derechos de los bienes comunales: madera, setas, caza, pesca, que acaban revirtiendo en las arcas municipales y contribuyendo a fastos que fomentan tan nefasta tendencia vacacional.
Y no queda ahí la cosa. Estos ociosos sujetos de las más dispares calañas comparten ideas y experiencias, y combinan múltiples posibilidades de esparcimiento conjunto. Los hay de Asturias, de Madrid, de las Vascongadas, hasta vienen de Francia, Suiza y Argentina. Son los retoños de aquellos emigrantes de antaño que regresan al terruño de sus abuelos. Partidas al tute, salidas al monte a por setas, a pescar al Tera, o en bicicleta hacia Uña de Quintana, Junquera de Tera o Ayoó de Vidriales (el sabor a rancio abolengo de castellanos viejos que evocan estos nombres, no ha de ser óbice para el juicio que nos merecen las dañinas prácticas vacacionales que abrigan).  Las fechorías ruralistas se prodigan por caminos de tierra que atraviesan choperas, fresnedas o bosques de robles y encinas milenarias. Acompañan el cadencioso pedaleo, cernícalos, abubillas, halcones, aguiluchos y cigüeñas. Los hay que prefieren garbeos a pie, hacia Brime de Sog, Molezuelas de la Carballeda o Camarzana de Tera (¡ hay que joderse con los nombrecicos ! ). No es raro cruzarse con corzos o venados si se garbea en silencio. Ahora hasta resulta que  merodea un oso por la Carballeda. El plantígrado golosón fue sorprendido con las zarpas en la miel de unas colmenas en Muelas de los Caballeros.
Por la noche refresca, y alegan estos contumaces prosélitos del neorruralismo vacacional, que no hay mayor lujo que echarse una manta para dormir en agosto. Échense a temblar los 5 estrellas de Estepona o Benidorm con sus climatizaciones y aires acondicionados. Y para estrellas, las que se ven en una noche de luna nueva desde el exterior de las tradicionales bodegas de barro del pueblo. Sin contaminación lumínica en leguas a la redonda, el cielo regala perseidas, lágrimas de San Lorenzo, osas mayores y menores, una vía láctea sin desnatar. Todo tipo de astros se muestran impúdicos al atónito observador. Un espectáculo ciertamente obsceno,  especialmente cuando uno se halla reunido en una bodega, disfrutando de la amistad al tiempo que prepara pantagruélicas parrilladas de carne, chorizo y panceta; tintos de Toro y queimadas de orujo casero, mucho orujo.
Causa rubor el mero hecho de mencionar estas prácticas vacacionales que cuestan dos perronas, no generan plusvalías y atentan contra un modelo turístico hecho de Qs de calidad y banderas azules.
   Fue precisamente tras una de estas infaustas veladas en una bodega tradicional, que dejamos de recibir información de nuestro agente infiltrado. Cuentan los lugareños que bebió del filtro de amor que le ofreció una lozana moza de tierras de Sayago, y que el hombre, tras pelar la pava bajo la noche estrellada,  quedo preso de su particular síndrome de Estocolmo, ha dejado el servicio, se ha convertido en adalid ruralista y ha decidido establecerse en la Carballeda. Poseído de la fe del converso vendió el apartamento en Mazarrón y compró casa y tierras en Rionegro del Puente. Y aún le sobró para hacerse con unas viñas abandonadas que injertó de Prieto Picudo.  Cría conejos y gallinas, planta garbanzos, ajos, tomates y repollos, y completa sus ingresos recogiendo setas, leña y dulces moras; también pesca barbos, carpas, truchas y cangrejos en el río Tera. 
Inquietante, ¿verdad?  Pues hagan oídos sordos a estos malintencionados rumores y sigan contratando sus vacaciones en La Manga o Santa Pola. Peleen por un minúsculo rinconcito bajo el sol donde apostar su toalla, consuman de la forma más insostenible que hallen, hablen poco con los vecinos, lean menos y vean más la tele. Es la forma más eficaz de prevenir el contagio ruralista y la sintomatología propia de síndrome Labordeta.

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